Para Leonel
Viernes por la noche, se sentía cansada, le había prometido asistir a la reunión. La recogería Samuel a las 9, irían en metro al centro.
La ciudad se dibujaba como un caleidoscopio, cada instante era una imagen diferente, la gente, las luces, los autos, y ellos. Llegaron sin contratiempos. Caminaron por la estrecha puerta, sus amigos los esperaban. Saludaron, se quitaron el abrigo y llamaron al mesero. Ella miraba a su alrededor, como buscando algo. En la mesa del fondo, en la penúmbra, un hombre y una mujer conversando. Sintió como bajaba una corriente fría por su espalda, la tercera persona en la mesa, él.
Cerró los ojos, sacudió la cabeza, y no miró más.
Desde hacía dos años, lo veía en todas partes, en todas las personas. Tenía que convencerse que él ya no estaba, que él se había ido. Trató de poner atención en sus amigos y en la conversación. Samuel se disculpó y fue al baño. Ella aprovechó para ir a la barra y ordenar algo de tomar, ya que el mesero no se aparecía. Tomó valor miró otra vez hacia la mesa. Él esta vez la miró fijamente, había dejado crecer su pelo y su barba, parecía diferente. Sin embargo, esa mirada no podía pertenecer a nadie más. Despacio, ella giró su cabeza hacia la barra y pidió un trago.
Samuel la alcanzó en la barra y se percató de las lágrimas en sus ojos.
- ¿Qué pasa?
- Es él otra vez.
Él corrió su brazo por sus hombros,
- Ya hemos hablado de esto.
- Lo sé.
- Vamos a pasárnosla bien. Esta noche, es Nuestra Noche.
Regresaron a la mesa con los tragos en la mano, ella no quería ver, pero no lo podía evitar. Lo único que quedaba de él era un par de billetes sobre la mesa. La pareja que lo acompañaba, bailaba en la pequeña pista.
Ella, se dividía en dos, una parte habitaba en el mundo presente, conversaba y convivía con la gente. La otra parte no dejaba de pensar en él. Pensaba en el dolor que le había provocado, pensaba en lo felices que habían sido y sentía culpa por no poder amar a Samuel.
Fue al baño para poder tener un minuto de soledad, él la esperaba en la entrada del baño. Se miraron, ella no podía sostenerse en pie. Le dijo desafiándolo: “Tú no existes, tú estás muerto, vete”. Ella trató de entrar al servicio, él no lo permitió. Ella sintió perder la cordura. Él la tomó de los hombros y la obligó que lo mirara a los ojos. “Vine a pedirte perdón, lo tuve que hacer por tu propia seguridad”. Ella no podía respirar, se ahogaba. Sus piernas se hacían líquidas, y veía todo negro. En el fondo ella confiaba que todo era el resultado de su imaginación, y que despertaría pronto.
Él la abrazó, antes de que se desplomara en el piso. Ella ahora lo podía tocar, se sentía real, demasiado real para ser un sueño. El tono se su voz cambió, hablaba como una niña en frases cortas, trataba de explicar lo que estaba pasando. “Tú no estás aquí. Tú estás muerto. Tú te moriste el 21 de Marzo del 2000. Ibas con tu amante. Los dos murieron”.
Él repetía.
- Perdóname, perdóname.
Su cara pálida y sin gesto. Sus ojos no miraban a ninguna parte. Ella le preguntó: Díme, por favor que no estoy loca, díme por favor que no estoy loca. Él trataba de tapar su boca con la mano para no llamar la atención. Le rogaba guardara silencio.
Cuando ella calló, él dijo: No hubo tal amante, fue para desilusionarte. No he dejado de pensar en tí ni un sólo instante. He venido a pedirte que vengas conmigo.
Ella tenía la mirada perdida, rayaba en la locura. Con la poca voluntad que le quedaba aceptó, salieron del lugar tomados de la mano. Caminaron calle abajo. Caminaron por las calles de la ciudad siempre cambiantes, pasaban las horas, hablaban sin parar, ella recobraba la sensación de ser, pronto amanecería, ella le propuso fueran a su casa, él aceptó.
Preparó té para los dos, se abrazaban en el sillón, se fueron a la cama con dos años de deseo, hicieron el amor hasta que los rayos del naciente sol les cubría la cara, durmieron con sus cuerpos entrelazados.
Samuel y los demás la buscaron por todas partes. Samuel guardaba la esperanza de que todo era un malentendido, ella tal vez necesitaba estar sola.
Habían pasado sólo algunas horas, una perilla mal cerrada, un vecino llamó a la policía cuando el persistente olor a gas saturaba el aire. A la fuerza abrieron el departamento. Ella yacía en la cama, con un gesto de entrega. Estaba sola, durmiendo el sueño eterno sola.
Samuel la miraba, no reconocía aquel gesto en su cara. Sin embargo, era ella. Al identificarla dio un sí por respuesta.
Fabiola
Diciembre de 2004